Reflexiones sobre mi antibiografía personal: yo fui una Eliza Kendall adolescente

Una de las advertencias que nos hacía un profesor, en mis tiempos como estudiante de medios audiovisuales, era que al aprender a deconstruir una película corremos el peligro de traicionar el espíritu ilusorio con el que se nos presenta el relato. Efectivamente, cuanto mas se profundiza sobre la forma en la que se construye una historia en la pantalla, mas fácil resulta prever cómo va a evolucionar el argumento que nos cuentan, la forma configura el fondo del relato, lo cual resulta perjudicial para disfrutar de la obra. Claro que así resulta mas sencillo descartar las obras buenas de las malas. Ahora que estudio antropología, no hacía falta que nadie me alertara de los peligros de indagar sobre la cultura, las culturas, que explorando las formas de vida de los seres humanos se contribuye a entender la manera en la que se relacionan las personas dentro de su comunidad y con las demás. Consigo mismos y con los otros. De lo que nadie me había avisado es de que lo que un servidor siempre había considerado «circunstancias personales», en referencia al hecho de haber tenido que trabajar siendo todavía adolescente en el negocio familiar, se trataba en realidad de una «estrategia económica» (Martínez Veiga, 2011: 409) basada en «la reciprocidad como recurso humano» (PB98-1238) (Narotzky, 2011: 383) que mis progenitores habrían aplicado conmigo, y con mi hermana, haciendo de ambos una «Eliza Kendall» (Terradas, 1992) de finales del siglo XX.

Según la Tesorería General de la Seguridad Social, mi vida laboral comienza el uno de octubre de 1998. Con fecha del 28 de noviembre de 2019, ese mismo informe acredita que llevo cotizados en ese momento 7011 días. De esos poco mas de 19 años en total echo en falta 2310 días grosso modo, equivalente a algo mas de 6 años, puesto que en realidad comienzo a trabajar siendo todavía adolescente, en lo que vendría a ser algo mas de una década antes. No creo que para mis padres se tratara de alguna «estrategia de las unidades domésticas» (Martínez Veiga, 2011: 418), sino que, desde su perspectiva, «el principio regulador no [era] el mercado, sino otros como la reciprocidad» (Martínez Veiga, 2011: 409). Tampoco considero que fueran conscientes de que al arrastrarme al «sector informal» (Martínez Veiga, 2011: 389) me estaban convirtiendo en una víctima de la «producción capitalista atrasada» (Martínez Veiga, 2011: 402). Mucho menos fueron capaces de prever que posteriormente terminaría abocado a una «dimensión diacrónica» (Martínez Veiga, 2011: 392) que me forzaría al «trabajo asalariado encubierto» (Martínez Veiga, 2011: 402). Un servidor nunca les ha echado nada en cara, al fin y al cabo, tan solo estaban repitiendo el modelo de reciprocidad en el que a ellos mismos se les había educado. Estaban poniendo en práctica su propia cultura. Para ellos no se trataba tanto de «economía informal o sumergida» (Narotzky, 2011: 383) sino de lo que «Todaro llamaba una aportación al ‘sector tradicional’» (Martínez Veiga, 2011: 390), la empresa familiar. La diferencia es que ellos crecen en un contexto, la posguerra, y un servidor y su hermana en otro, la democracia (supuestamente).

Mi padre nace en 1941. Mi madre en 1947. Ambos en el mismo municipio de Asturias, Oviñana. Mientras que él crece en una humilde familia de pescadores, que con el tiempo se vuelven granjeros y agricultores, la de ella es una familia de estatus mas alto al ser comerciantes, empresarios dedicados a la hostelería. Si tanto mi padre como sus dos hermanos contribuyen a la economía laboral con su trabajo, que compaginan con la formación escolar, también sucede así en el caso de mi madre, su hermana y sus dos hermanos, salvo que en su caso se trata de una aportación mas estacional, al estudiar todos en colegios internos ubicados en entornos urbanos alejados del municipio. Esto les permite centrarse en sus tareas escolares y aportar a la economía familiar únicamente en sus períodos vacacionales, aparte de la gran disimetría debido a la gran diferencia generacional, mi madre, por ejemplo, nace el mismo año que su primer sobrino, cuando incluso ya había fallecido el primogénito de su propia familia, a quien nunca habría conocido. En realidad, la verdadera educación de mi padre tiene lugar a posteriori, con el servicio militar, donde aprovecha para estudiar cocina y hostelería. Su amistad con uno de los hermanos de mi madre le lleva a integrarse en el negocio familiar, por aquel entonces un pequeño establecimiento hotelero con bar y restaurante, que ya no está ubicado en su municipio natal, como lo estaba su primer negocio, sino en otro con mas altas expectativas turísticas e industriales, Figueras del Mar, donde nacemos mi hermana y un servidor. La empresa familiar se extiende a una cetárea y un supermercado, además de múltiples propiedades inmobiliarias, cuyo alquiler produce su correspondiente rendimiento económico.

De esta manera, en la década de los sesenta, mi padre trabaja como asalariado para la empresa de mi abuelo materno, primero como camarero y después como cocinero. La misma empresa en la que también trabajan sus hijos e hijas, con sus correspondientes salarios, integrándose progresivamente algunos cuñados y cuñadas. A medida que la familia nuclear se extiende, a través de nuevas unidades familiares, surge la necesidad de desvinculación de algunos de sus miembros para iniciar sus propios proyectos personales. La salida del negocio va acompañada de un monto económico equivalente a su parte proporcional en la empresa. No viene al caso los motivos por los que mis padres, ya casados y con un hijo y una hija, abandonan el negocio para emigrar en 1976 y poner rumbo hacia el Levante español, Alicante, donde ya eran propietarios de un pequeño apartamento en el que habían pasado algún período vacacional. Un pequeño piso en La Albufereta con una vistas espectaculares, pero que carece de las comodidades para el asentamiento familiar, de manera que, inicialmente, adquieren una finca para la explotación agropecuaria en el corazón de la Vega Baja de Alicante, en Dolores. Las diferencias con respecto a la misma actividad en el Cantábrico les hace desistir y la venden poco después para terminar estableciéndose en un pequeño municipio pesquero y salinero en vías de expansión: Torrevieja, cuando todavía no era conocido por aquel famoso concurso televisivo. Mi padre trabaja como cocinero en distintos establecimientos hasta que deciden abrir su negocio propio, una tienda de ropa infantil y premamá, que después compaginan con un restaurante que abren en sociedad con otro matrimonio. Aunque la empresa es un éxito rotundo, las fricciones por la desigual aportación en el trabajo entre las dos parejas conduce a su disolución. Cerrado el restaurante, deciden abrir un supermercado, cuya actividad continuan compaginando con la tienda de ropa.

Hasta este punto, hijo e hija hemos sido meros observadores de su devenir laboral. Con el objetivo de centrarse en el trabajo, tanto a mi hermana como a mí nos envían con la familia en Asturias en los períodos estivales, lo que nos permite mantener lazos emocionales tanto con parientes como con nuestra tierra de origen y su cultura, tan diferente de la levantina en muchos sentidos. Con la apertura del supermercado comienza mi etapa laboral, contribuyendo en pequeñas tareas de lo que M. Lipton llama «fungibilidad extendida» (Martínez Veiga, 2011: 392). Tan pronto me ponen a reponer estanterías como a realizar repartos a domicilio, cuando no estoy ayudando a mi padre en la charcutería los días de mercadillo. Con el tiempo también mi hermana se incorpora a algunas de estas labores en el supermercado, que no en la tienda de ropa, que igual hubiera sido mas llevadero pero para la que tienen contratado personal externo, subarrendándola en un momento dado. Alrededor de 1986, Torrevieja ya es un destino vacacional muy popular y comienzan a surgir las grandes superficies, por lo que deciden cerrar el supermercado y abrir un restaurante en el mismo espacio que, con el tiempo, no solo llega a convertirse en uno de los mas prestigiosos de la zona, sino que hasta es incluido en la Guía Michelín. Este negocio marca un punto de inflexión. Aunque se establece un grado de compromiso pactado con mis padres tanto por parte de mi hermana, de 12 años en ese momento, como conmigo, de 16 años de edad, no creo que en su tiempo imagináramos la magnitud del acuerdo ni que nos veríamos obligados a trabajar todos y cada uno de los fines de semana y los períodos vacacionales, «sin contratos laborales» (Narotzky, 2011: 384) ni remuneración económica alguna mas allá del reparto de las propinas.

Entiendo que para mis padres esta contribución se enmarca «en una moralidad general o moral que (…) sitúan en la polaridad interés-cuidado y mercado-reciprocidad dentro del ámbito general de los afectos o proximidades cotidianos» (Narotzky, 2011: 387), porque lo cierto es que nunca escatiman a la hora de satisfacer nuestras necesidades económicas, tanto de ocio como educativas, así como nuestro alojamiento y manutención cuando nuestras decisiones educativas nos llevan hasta Murcia o Madrid. Esta reciprocidad tiene su versión negativa, que quizás no había comprendido hasta ahora. Pasar de trabajar en un supermercado a hacerlo en un restaurante supone un importante cambio de estatus, además de una sustancial alteración de nuestros horarios habituales. Cuando antes podía cumplir mis tareas para reunirme a continuación con mis amigos, ya no era posible ahora, porque terminaba de trabajar cuando ellos tenían que volver a casa, lo que me abre la posibilidad de buscar el ocio en horarios anteriormente vedados para adolescentes y hasta entablar relaciones personales fuera de mi entorno escolar. Por otro lado, es mas que probable que esta presión laboral continua y permanente me llevara a tomar decisiones, con toda seguridad erróneas, con el mero objetivo de evadir las obligaciones familiares. Así es como tomo la decisión de abandonar mis estudios reglados, cuando ya estaba cursando COU, para matricularme en la Escuela de Arte Dramático de Murcia, para lo que en aquel entonces tan solo se necesitaba el Graduado Escolar y una prueba de acceso. O al menos así lo recuerdo. 

Contra todo pronóstico, mi primer año fuera del domicilio familiar tiene el efecto contrario al previsto. El hecho de que me paguen un piso compartido me hace adquirir mi propio compromiso de reciprocidad, retornando al hogar familiar todos los fines de semana para mi contribución laboral semanal. Es mas, la presión se incrementa y se hace intolerable cuando, tras contactar con un grupo de teatro, me resulta imposible comprometerme para cualquier representación ante la inflexibilidad para evadir mi compromiso con el restaurante. Mis padres no están dispuestos a pagar un camarero en mi sustitución. Su hijo está capacitado para tal labor y, según su punto de vista, el negocio es tanto de ellos como de él, aunque no cobre en dinero (a fecha de hoy todas mis pertenencias siguen siendo tan mías como suyas y viceversa). En aquel entonces todavía está vigente el servicio militar obligatorio, pero declararme insumiso me obliga a cumplir el servicio social en mi pueblo y (¡horror!) por un período mas largo que la propia mili, de manera que la providencia acude en mi auxilio y el sorteo me destina a Madrid. Reconozco que no tuve problema en que me pagaran otro piso compartido, al que en realidad únicamente iba a dormir los fines de semana, en lo que vuelvo a interpretar como una acción de reciprocidad con respecto al trabajo realizado y no remunerado. Una vez licenciado, me propongo reanudar mi formación en Madrid, primero como actor, delante de las cámaras, pero después detrás, encaminándome al cine y la televisión en una academia privada. Pero, aunque estuviera en 1989, el precio de la vivienda en Madrid no puede compararse económicamente a la vivienda en Murcia, de manera que comienzo una nueva etapa laboral en la capital española, insertándome «dentro del sector formal de la economía» (Martínez Veiga, 2011: 391), si tenemos en cuenta que tengo «una remuneración fija y con una cierta regularidad y permanencia en el trabajo» (Martínez Veiga, 2011: 391). Pero la realidad es que sigo siendo un desempleado que pertenece al sector informal, al margen de la Administración. Soy uno de esos tratadores que «no están protegidos por leyes sobre horas de trabajo, salario, mínimo, accidentes de enfermedad o retiro» (Martínez Veiga, 2011: 395), como no tardaré demasiado en comprobar. 

Haber desarrollado la capacidad para desenvolverme entre la fauna nocturna cuando trabajo en el restaurante familiar, me proporciona unas habilidades de comunicación que, a lo largo del año que estoy cumpliendo el servicio militar, me permiten entrar en contacto con la vida nocturna madrileña con soltura y facilidad. Así es como consigo un trabajo de relaciones públicas en Zentral, en Alberto Aguilera, el que resulta ser mi primer «trabajo asalariado encubierto» (Martínez Veiga, 2011: 402), sin contrato pero con su correspondiente remuneración económica. Además, mi compromiso laboral se pone en pausa con la llegada del verano, al seguir estando obligado a cubrir la temporada alta en el negocio familiar. La primera experiencia resulta tan fructífera que afianza mi reputación de tal manera que a la vuelta del verano consigo no uno, sino dos compromisos laborales de «dimensión diacrónica» (Martínez Veiga, 2011: 392), alternando una discoteca los fines de semana, Provisional, ubicada en Fernandez de los Ríos, y un bar de copas entre semana, Villarosa, en la Plaza de Santa Ana. Esta época coincide además con el glorioso año de 1992, en que además de la Expo y las Olimpiadas, Madrid es la Capital Cultural Europea (además de la publicación del manuscrito de Ignasi Terradas que tan revelador ha terminado resultando para un servidor). Estoy en la cresta de la ola. Resultan además trabajos bastante estables y lucrativos, el primero se extiende a lo largo de algo mas de tres años y el segundo durante año y medio. Lo que es la temporada alta en la costa es la temporada baja en la meseta, de manera que no me ponen ningún inconveniente para ausentarme en Navidades, Semana Santa o incluso todo el verano, recuperando siempre mi puesto laboral a la vuelta (y el salario, que en el sector informal el día que no se trabaja tampoco se cobra). Compagino mis estudios de interpretación, vídeo, montaje y cine, con mi labor como relaciones públicas enlazando trabajos en espacios como Zarabanda, Bocaccio, Los Baños de Ópera, o Montera 33, mientras realizo mis primeras obras audiovisuales. Con la resaca que trae toda bajamar, tienen lugar desencuentros con distintos empresarios nocturnos, que en alguna ocasión me obligan a recurrir tanto a los tribunales como al auxilio económico familiar, así como se desinflan las expectativas laborales en el sector audiovisual. De esta manera no me queda mas remedio que tomar una decisión (obligada) y, (presionado) ante la baja médica de una trabajadora de mis padres, hago las maletas para cerrar esta etapa, volver, y refugiarme en el negocio familiar. 

Este retorno me permite poner en práctica (de nuevo) la «fungibilidad extendida», dado que la baja que estoy cubriendo ya no es en sala sino en la cocina, pero (siguiendo en la línea) sin contrato ni sueldo formal en lo que es todo un ejercicio de «productividad marginal» (Terradas, 1992: 11) con la peregrina excusa de que el Estado les obliga a pagar por la trabajadora que está de baja y no van a pagar dos sueldos. Así es como, varios meses después, tras la reincorporación de la trabajadora, descarto la incorporación formal al negocio y me encuentro intentando una nueva huida que se materializa en una televisión local, con sueldo, pero sin contrato. La experiencia resulta estimulante y reconfortante, pero dura poco al producirse el cierre inesperado de la cadena. Esto me lleva a tomar una decisión igual de drástica y pongo tierra (aire y mar) de por medio, para buscarme la vida en Londres. Mi objetivo es buscar trabajo en una semana que se supone es de vacaciones. Ahora sí, recurro a mi experiencia en la hostelería, cumpliendo mi objetivo y quedándome un año en el que, por fin, sí, entro a formar parte del sector formal puesto que no me cuesta ningún trabajo conseguir un número de la seguridad social británico y su correspondiente contrato laboral. ¿Milagros del primer mundo o que el individualismo personal protestante funciona mejor que el colectivismo familiar católico de cara al capitalismo? Lástima que mi falta de experiencia burocrática, y algo de laxitud, me impiden reclamar posteriormente que quede reflejado en la Seguridad Social española lo que termina siendo todo un año laboral en Reino Unido. La experiencia me permite perfeccionar definitivamente mi inglés, pero el contacto con la cultura británica, o quizás debería decir londinense, no llega a ser lo suficientemente estimulante como para platearme una permanencia a largo plazo (y eso que me pilló allí el entierro de Lady Di). De esta manera es como, tras una meditada negociación, vuelvo a hacer las maletas para regresar de nuevo a la casilla de salida. Al principio. Pero esta vez ya no es para mi reincorporación al negocio familiar, sino para establecerme como empresario, como autónomo, con mi propio proyecto personal de hostelería, para el cual no dudo en beneficiarme de la «confianza mutua desarrollada durante años de trato social próximo con la familia» (Narotzky, 2011: 383) y tiro del apoyo total e incondicional de mis padres (y sus contactos) y en octubre de 1998 abandono, por fin, «la reserva de subempleados o desempleados» (Martínez Veiga, 2011: 391). A quien todavía le quedaría un tiempo sería a mi hermana, que pasa de trabajar en el negocio de mis padres a hacerlo en el mío. Sin contrato, pero con remuneración. Subempleada pero no desempleada y todavía protegida por la reciprocidad familiar.

«La antibiografía no escribe la vida de una persona pero nos habla de ella. Nos habla de lo que se hace en contra de su vida, a su alrededor y sin contar con su vida» (Terradas, 1992: 13), de ahí que me sienta tan identificado con Eliza Kendall (además de con el protagonista de Boyhood (Richard Linklater, 2014, EEUU). Un servidor siempre había atribuido a cuestiones psicológicas y psicosociales que mi periplo hubiera derivado por un derrotero u otro. A la supuesta rebeldía que conllevan ciertas etapas de la vida o las cuestiones, mas que conflictos, personales que te impiden seguir el transcurso de la vida «normal» por el motivo que sea. Pero «toda la secuencia biográfica se infiltra de argumentos de causalidad, concatenación y sentido teleológico acordes con «vocaciones», «destinos», «fatalidades”, «méritos», etc. Es lo que Pierre Bourdieu denomina la «ilusión biográfica»» (Terradas, 1992: 12), y no puedo mas que afirmar que esas razones que tanto buscaba las he encontrado por fin en la Antropología Económica. No puedo mas que darle también la razón a Polanyi cuando afirma que «la economía está ‘incrustada’ dentro de los lazos de parentesco, embeded dentro de ellos» (Martínez Veiga, 2011: 409), pues queda claro para un servidor que mis padres tan solo han puesto en práctica conmigo y con mi hermana las economías informales que sus respectivas familias habían practicado antes con ellos, que un servidor ha terminado poniendo en práctica con su hermana. A mi padre nunca le hizo falta ver una película como Pan negro (Pa negre, 2010), para explicar su preferencia por el pan blanco, que a él le sirve para identificarse como una víctima de la posguerra, aunque su explicación sea tan capitalista como la que explica el trágico final de Eliza Kendall y, ya de paso, me sirva a mi para entender que los ideales de los padres no siempre se transmiten a los hijos y viceversa, particularmente cuando no comparten un mismo contexto histórico, como sucede con el protagonista de la película y su padre y su madre. Como nos sucede a mi hermana y a mi con respecto a nuestro padre y nuestra madre, quienes a su vez habían vivido circunstancias diferentes a las de sus propios padres y madres, que poco tenían que ver con las de algunos de sus hermanos y hermanas, que sí habían vivido la propia Guerra Civil. En todo este periplo nunca nadie cuestiona que nuestros padres puedan estar incurriendo en explotación infantil, mas bien al contrario, somos todos un modelo a seguir para otras familias de su generación.

Polanyi distingue «tres tipos de integración económica o modos por los cuales la economía adquiere unidad y estabilidad. Se trata de la reciprocidad, la redistribución y el intercambio» (Martínez Veiga, 2011: 411) y puedo decir que he participado de los tres. Tanto mi padre como mi madre son ya personas jubiladas, pero la relación entre los miembros de la familia nuclear sigue estando fuertemente atada por la reciprocidad, aunque de otras maneras. Afortunadamente. Los círculos o mas bien la espiral por la que ha transcurrido mi antibiografía me llevaría de nuevo hacia el sector audiovisual de distintas maneras, así como he ido saliendo y entrando de la hostelería en formas muy variadas, pero ya siempre dentro del sector formal y con todas las garantías del Estado en lo que es ya otra historia completamente diferente. Aunque haya retomado mi formación laboral de adulto, en casa siguen lamentándose por el hecho de que la abandonara en su tiempo, pero todavía no me he decidido a explicarles mis razones. Mas que nada porque no las tenía tan claras antes como las tengo ahora. Tampoco creo que me fueran a entender.

Bibliografía:

  • Terradas, Ignasi (1992) Eliza Kendall: reflexiones sobre una antibiografía, Universitat Autónoma de Barcelona. Bellaterra, 1992.
  • Narotzky, S. (2001) El afecto y el trabajo: la nueva economía entre la reciprocidad y el capital social, texto incluido en Entre las gracias y el molino satánico: lecturas antropológicas de Antropología Económica, Moreno Feliu, P. Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 2011.
  • Martínez Veiga, U. (1989) El otro desempleo: el sector informal, texto incluido en Entre las gracias y el molino satánico: lecturas antropológicas de Antropología Económica, Moreno Feliu, P. Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 2011.

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