Robert Mitchum como John Powell en La noche del cazador (The night of the hunter, Charles Laughton, 1955, EE.UU.)

Estigmas en la mente, marcas en la piel y tatuajes en el cine (1 de 5): mis tatus favoritos

Hace seis años de mi última «penetración» con tinta sobre mi piel, según me recuerda Facebook. En una sola sesión me hice siete micro tatuajes en distintas partes del cuerpo. La mayoría ocultas. Algunas asomando un poco y sólo dos completamente visibles, quizás tres cuando voy con manga corta. Tenía otro previo, pero sí que es cierto que me lo había pensado bastante antes de reincidir. Más que por la presión social que siempre ha habido sobre los tatus, antes llamados marcas, en otros tiempos también estigmas, por estar seguro de lo que quería tatuar y de dónde quería hacérmelo. Es cierto que ya no se ven de la misma manera y ahora se suele ver personas de muy diferente índole, hasta en puestos de trabajo donde antes habría sido impensable. Apenas hay futbolistas que no los tengan, algunos músicos los in-corporan casi como si fueran una expresión de su «modernidad», y hasta parecen elemento de estilo imprescindible para quienes trabajan en los sitios de moda en hostelería, como si de esta manera no nos fuéramos a dar cuenta de que siguen siendo esclavos del tardocapitalismo.

Precisamente, esclavas son algunos de los primeros precedentes de personas marcadas en su piel. No por elección sino a la fuerza. Y no me refiero tanto a los subsaharianos de la Edad Moderna, cuanto a los que lo fueran en tiempos de griegos y romanos, cuando surge el término ‘estigma’ para referirse a los dibujos sobre la piel. A partir del siglo XIX son denominados ‘marcas’, principalmente en ambientes carcelarios, término que convive con el de ‘tatuaje’, que ya se utiliza desde los tiempos de los conquistadores europeos, distinguiéndolos de las marcas, que quedan relegadas a personas de baja condición social. En la actualidad nos referimos a ellos coloquialmente como ‘tatus’. Curiosamente, mientras el término tradicional es una nativización del francés ‘tatouage‘, su apócope lo parece del término inglés ‘tattoo‘, que sería un préstamo del samoano ‘tátau‘, incorporado al vocabulario europeo por James Cook tras su paso por la Polinesia.

Antes de que hubiera libros, había piel. Cuando no se sabía leer, se podían interpretar los dibujos de los cuerpos, formando parte de las distintas prácticas incluidas dentro de los rituales de in-corporación, de transformación del cuerpo, de muchas culturas «primitivas». Que se trazaran con un profundo sentido estético o como muestra de identidad personal, no impide que no tuvieran otras funciones como indicar el rango social, la madurez sexual, la posición dentro de un linaje o incluso los logros personales de quien los llevaba. El tatuaje es en los tiempos previos al encuentro con el explorador ingles un signo de madurez que no puede hacerse cualquiera, sino aquel que sea digno de llevarlos. Es la época en la que se utilizan para distinguir entre generaciones, clases sociales y hasta géneros, además de entre aquellos que tienen mayores habilidades o aptitudes para unas funciones u otras.

Arnold van Gennep los incluía en el mismo grupo que el vestuario, las marcas de fuego, pinturas, perforaciones, escarificaciones, incisiones, mutilaciones y hasta distintas circuncisiones, como uno más de los símbolos que permiten interpretar el lugar de cada persona en su sociedad. Claro que podemos distinguir su función en las sociedades «primitivas» y las contemporáneas, porque si antaño era una práctica cultural heredada que reforzaba la integración social, actualmente se ha convertido en una práctica adoptada como manifestación de la desintegración social. Un servidor añadiría que este significado ha cambiado en este siglo XXI con respecto a la emergencia que tuvo a finales de los ochenta del siglo XX, constituyendo ahora una más de las tendencias estéticas que adopta cualquier clase social y cultural. No voy a avanzar más en el tema, por ahora, porque os pienso torturar con un tan extenso como breve recorrido por la historia de los tatuajes. Por el momento, me voy a limitar a resaltar mis tatuajes favoritos en la pantalla.

Los muelles de Nueva York (Docks of New York, Josef von Sternberg, 1928, EEUU)

Adaptación de un relato de John Monk Saunders, sobre un marinero, Bill Roberts (George Bancroft), que, en su única noche en tierra rescata del agua a una joven, Mae (Betty Compson), cuando pretendía terminar con su miserable vida. A pesar de hacerle un favor que no le había pedido, a cambio, le da una cita para así confirmar si merece la pena seguir viviendo. El encuentro es un tanto convulso porque acuden al mismo establecimiento en el que está el jefe de Bill, que se ha reencontrado con su esposa después de tres años, quien en su ausencia no ha estado perdiendo el tiempo en casa, de la misma manera que él pretende ahora levantarle la chica a su subordinado. No lo consigue. Podrá ser su superior en alta mar, pero no es nadie en tierra firme. Impresionada por su fuerza física, Bill se levanta la manga de la camisa para mostrar su poder anatómico a Mae, quien no deja pasar por alto los numerosos tatuajes que lleva en el brazo, apelando a diferentes nombres de mujer, entendiendo que Bill hace suyo aquello de que siendo marinero tiene una novia en cada puerto…

Popeye the sailor (Dave Fleischer, 1933, EEUU)

No todos los marineros tienen una novia en cada puerto, algunos sólo tienen un amor, en el caso de Popeye es Olivia, por mucho que siga siendo fiel a su vocación: la marina. De esta manera, no se tatúa nombres de chicas, sino que lleva un ancla tatuada en el antebrazo. Un poderoso antebrazo, particularmente cuando come espinacas. No deja de ser curioso que si la primera aparición escrita del personaje creado por Elzie Crisler Segar fuera como secundario, también lo fuera su primera aparición en la pantalla, Por mucho que el capítulo se llamara Popeye the sailor (Dave Fleischer & Seymour Kneitel, 1933), se trataba del décimo octavo episodio de la serie Betty Boop (Max Fleischer & Dave Fleischer, 1932-1939, EEUU), auqnue poco después tendría la suya propia. Tampoco era la primera ni la última vez que Fleischer recurre a los tatuajes en sus películas.

Sopa de ganso (Duck soup, Leo McCarey, 1933, EEUU)

La que probablemente sea la película de los hermanos Marx que más veces haya visto. Sus relatos están salpicados de toques surrealistas, como el momento en que Harpo muestra sus tatuajes a Groucho, comenzando con uno de su propia imagen en la parte interior de su antebrazo izquierdo, que le sirve para identificarse, siguiendo con el de una señora en bikini en el antebrazo derecho, que mueve las caderas como si estuviera bailando al movimiento de su mano, y de la que tiene su número de teléfono en el costado derecho, terminando con un tatuaje en su pecho y abdomen de su propio hogar, con perro incluido, que ladra cuando escucha un gato maullar.

L’Atalante (Jean Vigo, 1934, Francia)

Primer y último largometraje de su autor, máximo representante del naturalismo negro francés. Se trata de la adaptación de un relato de Jean Guinée que gira en torno a una pareja de recién casados y sus encuentros y desencuentros durante su luna de miel a lo largo de una travesía fluvial en una embarcación hasta París. La curiosidad por las entrañas de todo lo que encuentra en el interior del barco lleva a Juliette (Dita Parlo) a preguntar al tío Jules (Michel Simon) por algo que asoma por debajo del cuello de su camisa. Ante sus ojos se despliega una amplia colección de tatuajes que el marinero alega le «mantienen caliente».

Náufragos (Lifeboat, Alfred Hitchcock, 1944, EEUU)

Hacer una película entera en un bote salvavidas tiene sus limitaciones. Pero no para el ingenioso mago del suspense. Si es capaz de colarse en la película y hacer su cameo habitual a través de una fotografía de un periódico, aprovecha el pintalabios de su protagonista, la intrépida reportera, Connie Porter (Tallulah Banckhead), para marcar sus iniciales en un marinero, John Koviac (John Hodiak), con hasta cinco iniciales en lo que él define no como tatuajes sino como «cartas de amor».

La noche del cazador (The night of the hunter, Charles Laughton, 1955, EEUU)

Una de mis películas favoritas. Sin lugar a dudas. Recuerdo que cuando la descubrí por casualidad en un pase televisivo estuve como un año revisándola una vez al mes. Y obligando a alguien más a verla, claro. ¿Quién no quedaría hipnotizado, literalmente, con la «fábula» de Abel y Caín contada por Harry Powell (Robert Mitchum), representados con las palabras ‘love’ y ‘hate’ (‘amor’ y ‘odio’) tatuadas en las falanges próximas de su mano izquierda y su mano derecha, respectivamente? Adaptación a la gran pantalla de la novela homónima de Davis Grubb, inspirado en un asesino real, Harry Powers, una de esas películas que en su tiempo no llamaran la atención de nadie, evitando que su autor se embarcara en más proyectos detrás de la cámara, pero que posteriormente se convierten en una obra de culto.

La rosa tatuada (The rose tattoo, Daniel Mann, 1955, EEUU)

Un tatuaje con Oscar. Más o menos, porque si el premio se lo lleva Ana Magnanni por su interpretación de Serafina Delle Rose, la viuda de un camionero, sorprendido por la policía cuando hacía contrabando, el tatuaje lo luce Burt Lancaster, simbolizando la pasión que arrastra a los propios personajes de esta adaptación de la obra homónima de Tennessee Williams.

Moby Dick (John Huston, 1954, EEUU)

Si la inmortal novela de Herman Melville (1851) ya incluía el tatuaje en el rostro del arponero, Queequeg (Friedrich von Ledebur), su adaptación cinematográfica no podría ser menos. El impacto de la imagen del maorí es tal que traspasa la pantalla, ejerciendo la misma influencia en Ishmael (Richard Basehart) que en el espectador. Si acaso porque más que tatuajes parecen esacrificaciones.

Scorpio rising (Kenneth Anger, 1963, EEUU)

Obra de culto, no sólo entre el público LGBTI, sino para cineastas de muy distinta índole. Nada como tener total libertad creativa, como es el caso del periodista, escritor y cortometrajista estadounidense, para mostrar con precisión y sin edulcorantes la realidad de un colectivo específico, el de motoristas que fueran o no fueran homosexuales, lucen tatuajes con la misma naturalidad con la que llevan sus «chupas» de cuero.

El viaje fantástico de Sinbad (The golden voyage of Sinbad, Gordon Kessler, 1973, Reino Unido & EEUU)

Los marineros son uno de los grupos mediante los que ha perdurado la práctica del tatuaje, pero en este caso el impacto se produce por el ojo que una esclava (Caroline Munro) tiene tatuado en la palma de la mano que le confiere poderes paranormales. Una más de las fabulosas fantasías que la mágica mano de Ray Harryhausen convierte en una obra encantadora.

La profecía (The omen, Richard Donner, EEUU)

Aquella vez que me hice de una sentada mis siete microtatus, pedí un octavo, que reprodujeran la famosa marca del diablo, en el mismo lugar. Pero no hubo manera de convencer al tatuador, atrapado por la poderosa superstición del número de la bestia, más por efecto de la influencia cinematográfica que por la bíblica, de la que nadie estaría hablando si no fuera por este relato. A veces me pregunto si el sector más conservador y reaccionario de la sociedad no está tan en contra del aborto porque realmente siguen esperando la llegada del hijo del demonio. Y es una pena no creer que pueda llegar a producirse, porque un servidor se entregaría al mal sin reservas, dada la podredumbre que nos rodea y los acólitos que le emulan en clave política.

1997: rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1977, EEUU)

Ya sean utopías o distopías, uno siempre espera que algo de las obras de ciencia-ficción que le gustan se hagan realidad de alguna manera. No pasó en 1982 (David Bowie), ni en 1984 (George Orwell), como tampoco en 2001 (Stanley Kubrick & Arthur C. Clarke), aunque en realidad, sí estamos viviendo en una sociedad como la que imaginara Orwell, sólo que estamos controlados de otra manera. Lo que, desde luego, no imaginaban los autores de este relato es que el año en el que ubicaban su distopía pesimista no iba a ser recordado por la corrupción y degradación social sino por la muerte de la princesa Diana de Gales. El que escribe estaba viviendo en Londres aquel mismo año. No sabemos si Snake Plissken (Kurt Russell) se llama así por antonomasia de su tatuaje o es al revés, se hizo el tatuaje para no tener que decir su nombre, como Harpo en Sopa de ganso, siendo él también un hombre de pocas palabras. En cualquier caso, luce fenomenal en su abdomen.

The Blues brothers (John Landis, EEUU, 1980)

Obra futurista como ninguna, en el sentido de los vanguardistas de principios del siglo XX, si tenemos en cuenta el maravilloso rastro de destrucción y movimiento que dejan estos bondadosos hermanos en su intento de reunir a su banda para ofrecer un concierto con el que recaudar fondos para unas hermanitas de la caridad. Literalmente. Si mítica es la banda sonora de la película, no menos lo son los tatuajes de los hermanos que llevan sus nombres en sus falanges próximas, Jake (John Belushi) y Elwood (Dan Aykroyd), se diría que al modo de Harry Powell (La noche del cazador), sólo que en este caso los hermanos están unidos en el amor y en el odio.

La muerte de Mikel (Imanol Uribe, 1984, España)

No. No hay ningún personaje con la piel marcada en el relato de un activista que sufre las consecuencias de la represión sexual. Al menos que un servidor recuerde. Pero la potencia de la canción popularizada inicialmente por Concha Piquer, versionada también por Ana Belén, aunque interpretada en la película por Fama, consigue transmitirnos la imagen de «un pecho tatuado» casi de la misma manera que aquella magdalena llevara a su infancia a Marcel Proust.

Heavy metal (Gerald Potterton, John Bruno & John Halas, 1981, Canadá)

Mítica película de la adolescencia de un servidor, que «obligara» a ver a sus compañeros de clase en un autobús de camino a no recuerdo que excursión. Lo que empieza como una queja por poner una película de animación se transforma en silencio absoluto y atención extrema al primer desnudo integral y tomar conciencia de que no era una obra precisamente infantil. La hija de Grimaldi, un astronauta que cree que lo va a conseguir todo gracias al Loc-Nar que sólo le lleva a la muerte, termina erigiéndose en una guerrera Tarakian cuando Taarna, la última de su estirpe, se inmola para destruir ese mismo Loc-Nar, «la suma de todos los males». Lo sabemos porque le transfiere su marca, una espada tatuada en el lateral del cuello, semioculto por su melena.

Mad Max 2 (George Miller, 1981, Australia)

Ya no son sólo los tatuajes, es toda la estética de plumas y cuero, cadenas y máscaras que luce la sanguinaria banda que acecha a un grupo atrincherado en lo que queda de una refinería de petróleo en este mundo postapocalíptico en el que sobrevive Max Rockatansky (Mel Gibson). Que no vayan a pensar que Furiosa (Anya Taylor-Joy & Charlize Theron) es la primera mujer guerrera de la saga, que aquí ya hay algunas y bastante bravas. Debo decir que un servidor igual preferiría integrarse entre los seguidores de Lord Humungous (Kjell Nilsson).

La decisión de Sophie (Sophie’s Choice, Alan J. Pakula, 1982, EEUU)

Peor que las marcas de los esclavos en tiempos de los griegos y los romanos son las que los nazis infligían a los prisioneros de los campos de concentración. Más que nada porque los esclavos de la antigüedad sabían que esa marca les permitía vivir, pero todo era incierto para los otros. Todavía más, aquellos que sobrevivían llevaban esa marca con vergüenza, al ser interpretadas como señales de alguien que habría hecho cualquier cosa por sobrevivir, aunque no hubiera sido así. De esta manera se puede percibir en el caso de Sophie Zawistowska (Meryl Streep), que la lleva con vergüenza y se apresura a ocultar su marca en cuanto es percibida por alguien, aunque sea alguien que le quiere. Quizás porque para ella representa un tiempo de intenso y profundo dolor que no quiere recordar.

Cry baby (John Waters, 1990, EEUU)

Los tatuajes son habituales en los personajes del cineasta de Baltimore, aunque quizás uno de mis favoritos sea el que se hace Wade Walker (Johnny Depp) por el amor de Allison Vernon-Williams (Amy Locane), cuando la familia de esta última consigue meterle en la cárcel y él jura llorar una única lágrima al día por ella, que guarda en un jarro de cristal y que simbólicamente se tatúa en la mejilla.

Twin Peaks (1990, Mark Frost & David Lynch, EEUU)

No. No son tatuajes. Como alguno otro que ya he mencionado, se trata más bien de marcas de nacimiento que lucen personajes de la serie, como Lady Leño (Margaret Coulson) y el mayor Garland Briggs (Don S. Davies). La primera por debajo de la parte posterior de su rodilla derecha, el segundo en la parte posterior de su oreja derecha. Ambas marcas in-corporadas en mi cuerpo en el mismo lugar que ellos en forma. Un tercer símbolo forma parte de mi piel, el dibujo del anillo que «pierde» Theresa Banks (Pamela Gidley), o más bien, que pasa de su mano a la de Laura Palmer (Sheryl Lee) de forma mística y sobrenatural. Ya quisiera un servidor que le pudiera servir de entrada a la habitación roja.

Sonatine (Takeshi Kitano, 1993, Japón)

También los tatuajes son habituales en el las obras del autor de Flores de fuego (Hana bi, 1997, Japón), El verano de Kikujiro (Kikujiro no natsu, 1999, Japón) o Brother (2000, Japón & EEUU). No por estética, sino como función expresiva de un colectivo muy concreto: la yakuza, en el que es reincidente. Posiblemente esta sea la obra con la que se abre a occidente, de la que no podemos dejar pasar el fabuloso uso que hace de la música de Erik Satie.

El piano (The piano, Jane Campion, 1993, Francia, Autralia & Nueva Zelanda)

Es posible que los maoríes se tatuaran la cara con la intención de impresionar a sus enemigos, pero la in-corporación de esta práctica en el personaje interpretado por Harvey Keitel en la fabulosa película de la cineasta neocelandesa tan sólo consigue proporcionarle un plus de sexualidad.

Prêt-a-porter (Robert Altman, 1994, EEUU)

Llevar la cabeza más o menos rapada siempre había sido un rasgo distintivo de Grace Jones, quien lo luce con una ferocidad a prueba de estereotipos estéticos. Retomado por Senead O’Connor, la irlandesa consigue más bien transmitir una ternura que consigue romper sólo rasgando aquella fotografía del Papa. Pero la modelo, Eve Salvail, consigue un poco más allá gracias al tatuaje de un dragón que queda oculto en el momento en que se deja crecer el pelo. Lo que hace cuando ya se ha recorrido las pasarelas de medio mundo, tal y como hace en esta tan divertida como satírica película sobre el mundo de la moda.

Ghost in the shell (攻殻機動隊 Kōkaku Kidōtai, Mamoru Oshii, 1995, Japón)

No. No se trata de un tatuaje en la imagen, por mucho que sea de animación. Pero los puertos de conexión de la Mayor Motoko Kusanagi, una cyborg que desconoce si es una persona con implantes mecánicos o un máquina integrada con órganos humanos, me sirvieron de inspiración para uno de mis micro tatuajes. No es que un servidor sueñe tanto con ovejas electrónicas como con la posibilidad de dejar ser humano… algún día.

El quinto elemento (Le Cinquième Élément, Luc Besson, 1997, Francia)

No es que me entusiasmara la película del enfant terrible más internacional del cine francés, pero además de entretenida, lo cierto es que su estética me encanta, para algo contrató a figuras como Jean-Claude Mézières, Jean Paul Gautier o Jean ‘moebius’ Giraud. De hecho el relato es totalmente deudor de éste último en general y de una de las historias de Heavy Metal en particular. Asimismo, me fascina el tatuaje puntillista que luce su protagonista (Milla Jovovich), además de que podemos volver a ver el cráneo esculpido y tatuado de Eve Salvail.

The pillow book (Peter Greenaway, 1996, Países Bajos, Francia, Luxemburgo & Reino Unido)

Fascinante relato en el que no estamos hablando exactamente de tatuajes, tan sólo de escritura en la piel, lo que no impide despertar la fascinación por los tatuajes en forma de texto, de los que la película ofrece no pocos ejemplos.

Crash (David Cronenberg, 1996, Canadá)

Perturbadora adaptación a la gran pantalla de la novela homónima de J.G. Ballard, que, según su propias palabras, comienza donde termina la novela. Dos son los tatuajes que aparecen en la película. El primero lo luce en la pierna el protagonista, James Ballard (James Spader), si no recuerdo mal es el logotipo de una marca de coches que sirve como estímulo sexual para su mentor, Vaughan (Elias Koteas), gurú de un peculiar grupo de personas cuyo máximo grado de excitación sexual se produce durante el siniestro del vehículo en el que viajan, de ahí que el segundo tatuaje simule el efecto de un volante incrustado en el abdomen del propio Vaughan, todavía mucho más perturbador que el primero.

 Oldboy (Park Chan-wook, 2003, Corea del Sur)

Funciona de la misma manera como cronómetro que como recordatorio, incluso como medida del tiempo robado al protagonista de un relato tan intenso como fascinante. Pocos tatuajes tienen tanto sentido para quien se lo hace. No recomendamos ni su deplorable remake homónimo oficial, Old Boy (Spike Lee, 2013, EEUU), ni mucho menos el plagio que supone una todavía más deplorable obra previa, Furia (The samaritan, David Weaver, 2012, Canadá).

Los mercenarios (The expendables, Sylvester Stallone, 2010, EEUU)

Siempre he defendido que la mayor parte de las películas protagonizadas por el denominado «potro italiano» son relatos maricas. Cuánto más no van a serlo cuando las dirige él mismo. En este caso no es tanto un tatuaje lo que me llama la atención como la sesión en cuestión en la que Tool (Mickey Rourke) le está «penetrando» la piel al propio Barney Ross (Sly) mientras tienen una conversación que, metafóricamente, no tiene desperdicio alguno.

Incendies (Denis Villeneuve, 2010, Canadá)

Pocas veces un diseño tan sencillo tiene la capacidad de transmitir tanto. Adaptación de la obra de teatro homónima del aclamado dramaturgo canadiense de origen libanés, Wajdi Mouawad, protagonizada por la fabulosa actriz belga de origen hipano-marroquí, Lubna Azabal, se trata de un relato que conjuga los saltos temporales con los territoriales de personajes que o bien no saben a dónde van o de dónde vienen. La protagonista de la película marca la piel de su bebé para poder reconocerlo al verse obligada a abandonarlo. Que no le des mayor importancia la primera vez que lo ves no impide que te rasgue el corazón y casi te estalle la cabeza cuando lo ves por segunda vez, rellenando los espacios vacíos que te resultan insoportablemente dolorosos de llenar.

Alabama Monroe (The Broken Circle Breakdown, Felix van Groeningen, 2012, Bélgica & Países Bajos)

Por mucho que antaño llevar la piel marcada fuera una manera de identificación social, personal y hasta generacional, en la actualidad es más una marca ligada a la marginalidad, el inconformismo, la rebeldía y la contracultura. Pero las personas marginales, rebeldes o inconformistas no están exentas de sufrir y padecer los mismos golpes, dolores y sufrimientos que aquellas otras que viven dentro de la convención social. Incluso aunque sus tatuajes sublimen su encanto y su belleza, como le sucede a la pareja protagonista de este emotivo relato.

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